Fue una noche de lluvia suave.
Caminaba por las pequeñas calles de mi ostentoso barrio, mientras lentamente dejaba volar mi día y me negaba a abrir el paraguas que se balanceaba de una de las correas de mi ligera mochila universitaria. Dejé que las gotas calleran sobre mi sin preocupación alguna, pues era ese momento en donde debía sumergirme en la profundidad de mi ser.
Había sido un día extraño y difícil, el cansancio se apoderó lentamente de mi en la medida que daba pasos torpes por los charcos de agua. Pero al cabo de unos minutos, se dio aquella convergencia de eventos perfecta, aquella que da un vuelco de 180º a todo lo que podrías estar sintiendo.
El reproductor de música que me había regalado mi padre, decidió tocar una canción de forma aleatoria de una lista 17.851 temas.
Las calles se tornaron silenciosas, pues aquellos vehículos que siempre pasaban, por algún motivo, ya habían llegado a sus destinos.
Me detuve un momento para dejar que las gotas cayeran directamente sobre mi rostro, limpiando y confundiéndose en mis ojos.
Finalmente, respiré.
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